Lisboa antigua y señorial

Puesto que hoy resulta imposible ejercer de viajero y mucho menos emular a Byron o Gautier, uno, dentro de su humildad, pretende alcanzar el título de turista incompetente. Mas el aprendizaje de esta particular especialidad, aunque pudiera parecer sencillo, no lo es en absoluto. El destino es ola con tal fuerza impulsora que, por ejemplo, quien decidió tan solo darse una vuelta por Lisboa, acabó por ir a escuchar fados. Fue así como el turista incompetente visitó en el Barrio Alto una casa-restaurante que lleva el nombre de María Severa, la mujer que en los años veinte del siglo XIX hizo populares los fados.

El turista acudió –ya se ha dicho- para escuchar fados, pero fue compelido, como los niños desganados, a alimentarse por la fuerza. Tal es la norma: hay que cenar allí. Entre el público oyente y comensal, una mitad eran foráneos y la otra portugueses; esto último constituía un alentador indicio acerca de la calidad de los cantantes que, en efecto, eran buenos.

Como la vida está hecha de compensaciones y a una alegría sigue, inexorable, una desgracia, al turista le tocó en suerte una mesa al lado de otra larga y poblada por dos familias mexicanas, llegadas del DF o, quizá, de Toluca, aunque para el caso poco importa. El charro que, entre ellos, ejercía de patriarca, era un señor entrado en años y parecía recién salido de la película que realizó, precisamente en México, Luis Buñuel, basándose en una obra de Arniches: «Don Quintín, el amargao». No paró el hombre de solicitar a los sucesivos intérpretes que cantaran «Lisboa antigua». Terminaba una pieza y, mientras el público aplaudía, por encima del ruido de las palmas se oía, firme, la voz de D. Quintín pidiendo el tan deseado título y, luego, al no ser atendida su imperativa solicitud, en voz bien alta, quienes en derredor estaban hubieron de soportar sus maldiciones por el nulo caso que, uno tras otro, los cantantes, hacían a su demanda.

Pasadas ya las doce y a punto de concluir el espectáculo, la última cantante se apiadó, al fin, del mexicano y atacó la tan ansiada «Lisboa antigua» que fue coreada por el grupo familiar en pleno y en su versión castellana, lo cual no dejó de producir algún espanto entre la concurrencia. No más hubo acabado la canción, D. Quintín, sin dejar de aplaudir y poseído por el éxito, tocó retirada. «Ahora ya nos podemos marchar», dijo, y uniendo la acción a la palabra, levantó el campamento.

El tímido suele ser sufridor, pues propende a sentir como propio el ridículo ajeno y más si se trata de un compatriota y, ¿qué otra cosa podrían pensar los portugueses allí presentes de quien hablaba en castellano, sino que era español? El turista pensó que los lusos eran incapaces de distinguir los sutiles acentos que separan las hablas castellanas de acá y de allá del charco. En fin, que aparte los colores comunes de ambas banderas, el turista incompetente mantenía la hipótesis de que pocos lazos existen entre Portugal y México. Pero en esto también se equivocaba y lo podremos comprobar al hilo de una curiosa historia.

En 1822, Brasil proclamó su independencia y elevó a la categoría de Emperador a Pedro de Braganza, quien allí recibió el nombre de Pedro I. Era Pedro hijo, liberal eso sí, del entonces rey de Portugal, Juan VI. A la muerte de éste, en 1826, Pedro accedió también al trono de Portugal, abdicando en su propia hija, que recibiría el regio nombre de María II.
Es este Pedro I de Brasil y IV de Portugal quien da nombre a uno de los lugares más conocidos y visitados de la «ciudad baja» en Lisboa, que los portugueses de a pie llaman plaza del Rossio. Como tantos espacios lisboetas, su configuración actual data de los tiempos del Marqués de Pombal, pero la plaza existía desde el siglo XIII y en ella la Inquisición celebró numerosos y brillantes autos de fe. Precisamente en el límite Norte de la plaza y en el lugar que ocupa, desde 1840, el Teatro Nacional Doña María II, se ubicó entre 1534 y1820 el palacio del Santo Oficio. Y no se crea que aquel inmueble fue destruido por mano humana sino divina, pues, golpeado primero por un muy conocido y publicitado terremoto, acabó siendo pasto de las llamas en 1836.

Plaza del RocïEn el centro de esa plaza, sobre una altísima columna, en cuyo zócalo están representadas las virtudes cardinales, se encuentra una estatua en bronce representando a Pedro IV, el rey portugués y emperador de Brasil. Empero, según se asegura, y «si non e vero, e ben trovatto», el personaje colocado allí a tanta altura nunca pretendió ser emperador de Brasil, sino de México. Explicaré el cambiazo.

A cuenta de unas deudas que el Gobierno mexicano de Benito Juárez se negaba a pagar, aprovechándose, además, de la recién iniciada guerra de Secesión norteamericana, Francia, Inglaterra y España, apoyadas por los reaccionarios mejicanos y su Iglesia Católica, enviaron un cuerpo armado, expedicionario, que desembarcó en Veracruz en diciembre de 1861. Británicos y españoles (Prim no tenía ya el cuerpo para nuevas aventuras coloniales) pronto se retiraron del empeño, pero Napoleón III siguió y colocó en el trono imperial de México a Maximiliano de Austria, casado con Charlotte, hija del rey de Bélgica y hermano de Francisco José I, el emperador de Kakania. El proyecto geopolítico galo acabó como el rosario de la aurora, pues concluida la guerra civil norteamericana, los EE.UU. amenazaron con los males del infierno al Vaticano y a los gobiernos de Viena y de París si no se retiraban de América, de suerte que el 12 de marzo de 1867 los soldados franceses, al mando del general Aquiles Bazaine, salieron con el rabo entre las piernas desde Veracruz hacia Europa.

Maximiliano, empecinado el hombre, se acabó encerrando con nueve mil de sus parciales en Querétaro, ciudad que fue sitiada por las tropas de Juárez (40.000 hombres) el 5 de mayo de 1867. Traicionado y abandonado, Maximiliano se rindió diez días después. Un juicio sumarísimo lo condenó a muerte y, pese a los ruegos y súplicas de las cancillerías europeas, fue fusilado en Querétaro junto a dos de sus generales el 19 de junio de 1867. Hay un cuadro de Manet que representa ese fusilamiento.

Dos españolas notables y rivales (ambas fueron amantes del Duque de Sesto) jugaron algún papel en todo aquello. Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, y Pepita Peña, casada en México con el general Bazaine, héroe de Sebastopol que, como ya se ha dicho, mandaba en México la tropa francesa. Este Aquiles, tras la derrota que años más tarde sufrió el Ejército francés en Metz frente a los prusianos, a causa de la cual fue condenado en un consejo de guerra, acabaría sus días exiliado en Madrid, abandonado por Pepita, solo y arruinado. Pero volvamos a Lisboa.

En la primavera de l867, un barco fletado en El Havre, cuyo puerto de destino era Veracruz, llevaba a bordo una estatua en bronce de Maximiliano, que éste había pensado plantar en los jardines de Chapultepec. El caso es que el capitán de aquel barco se enteró, mientras hacía escala en Lisboa, del fusilamiento en Querétaro. Pensó, con buen sentido, que de poco iba a servir ya la estatua en México y ordenó desembarcarla, dejándola en manos de las autoridades lisboetas. Éstas, sorprendidas por el tamaño, el noble material y la apostura del emperador, tomaron una sabia y práctica decisión. Mandaron colocarla en el lugar que ya ocupaba otra, algo tosca, de Pedro IV. Al fin y al cabo, ¿quién, a esa distancia y sin haber visto jamás ni al emperador brasileño ni al otro, podría apercibirse de la diferencia? Así que, sin darle un cuarto al pregonero, ordenaron izarla y allí está, en tan altos destinos, para solaz de cuantos en la plaza estén dispuestos a levantar sus ojos y con algún esfuerzo de las cervicales admirarla en su altura.

La decisión, sin duda, fue arriesgada, pero también fue desmitificadora y en eso contrasta, para ventaja de los portugueses, con otras decisiones hispanas que, queriendo recuperar imágenes imposibles de la historia, resultan ridículas. Por ejemplo, la colección de estatuas que hoy adornan la plaza de Oriente en Madrid (¿por qué se llamará de Oriente esa Plaza que está en el Occidente de la Villa y Corte?) y que fueron encargadas para rematar las alturas del Palacio Real. No se sabe muy bien si por razones estéticas o por otras, esas estatuas nunca subieron allá arriba y se quedaron varadas en más humildes podios, casi a ras de tierra, con sus nombres, eso sí, impresos en la piedra, entre los que destacan los de algunos reyes visigodos, los Wambas y Recaredos allí esculpidos, intercambiables entre sí, que en nada pueden parecerse a los modelos doblemente reales.

Preferible es, a todas luces, el cambiazo lisboeta, pues de él, al menos, se puede sacar una conclusión igualitaria: sic transit gloria mundi.

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