Giordano Bruno

La mañana del 8 de febrero del año 1600, el cardenal Santoro di Santa Severina llegó a la Cámara de la Congregación del Vaticano cansado y con el cabello revuelto. Su amante y una joven amiga de ésta le habían hecho pasar una noche tan larga como placentera. Se sentó en el enorme trono para presidir el Tribunal de la Inquisición, dispuesto a juzgar a fray Giordano Bruno de Nola, un hombrecillo de cabellos negros, delgado como un huso, consumido y lleno de cicatrices, restos de las torturas que le había infligido el Santo Oficio durante siete años de encierro. A la derecha de Severina se sentaba el cardenal, Roberto Belarmino, otro despiadado, que tres lustros más tarde, habría de juzgar a Galileo. Tres siglos después, en 1930, Belarmino sería canonizado, llevado a los altares por una Iglesia Católica agradecida y, desde luego, nada arrepentida.

Giordano Bruno escuchó en silencio los cargos: se le acusaba de sostener que el misterio de la Santísima Trinidad era un galimatías, la virginidad de María una broma y la transustanciación un imposible.

El cardenal Severina, antes de la vista que se celebraba ese día, ya tenía decidida la sentencia: condenarlo y pasar a Bruno al “brazo civil”. Con su característica hipocresía, la Iglesia no ajusticiaba a sus reos, sino que esa labor se la dejaba al obsecuente poder civil. El cinismo eclesial alcanzaba el más alto grado de sadismo recomendando a los verdugos que “mitiguéis vuestra sentencia con respecto a su cuerpo para que no haya derramamiento de sangre”; es decir, ordenaba que el condenado fuera quemado vivo.

Bruno, tras escuchar la condena, elevó su potente voz para decir en latín unas frases que, traducidas, son: “El miedo que sentís al imponerme esta sentencia tal vez sea mayor que el que siento yo al escucharla”. Once días después, Giordano Bruno era quemado vivo en el “Campo de las Flores”, en Roma.

La Iglesia nunca ha pedido perdón por este asesinato que redujo a cenizas uno de los talentos más libres de su tiempo.

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