A nadie se le escapa que existen organizaciones de carácter caritativo que, meritoriamente, tienen como objetivo solucionar o, al menos, paliar las carencias que sufren “los pobres”. Estos administradores del problema propenden a suministrar a los medios de comunicación datos que, lógicamente, tienden a exagerar el problema que ellos “están destinados” a resolver. Pero el mal no está ahí, sino en la forma acrítica con la cual los medios de comunicación trasladan estos datos “interesados” al público. Por ejemplo, el informe anual de Cáritas sobre la pobreza insiste en señalar que hay en España ocho millones de pobres.
En un país donde la sanidad es universal y gratuita, donde la enseñanza de los niños es obligatoria… asegurar que entre la quinta y la cuarta parte de su población está por debajo del umbral de la pobreza es mucho decir.
¿De dónde viene esta confusión? En primer lugar, es preciso elucidar qué queremos decir cuando calificamos a una persona o a una familia de pobre. Por otro lado, no estaría de más analizar críticamente las fuentes (casi nunca explícitas) de estos informes.
Pero vayamos al principio: ¿dónde está el umbral de la pobreza? Una respuesta elemental nos llevaría a definir el umbral de la pobreza como aquella cantidad de ingresos (monetarios y físicos) debajo de los cuales una persona o, en su caso, una familia no puede llevar una vida decente. Pero ¿qué es una vida decente? Por ejemplo, hoy no sería una vida decente aquélla en la que el individuo careciera de cualquier asistencia médica, pero hace dos siglos casi nadie disponía de esa asistencia. Queda claro, por lo tanto, que “la pobreza” es un concepto histórico. Se pueden calcular las proteínas, calorías, vitaminas… mínimas necesarias para que la ingesta no lleve a la desnutrición. Así mismo puede estimarse el número y la calidad de vestidos y calzados de los que disponer para defenderse con dignidad de las inclemencias del tiempo. Amén de la habitabilidad de la vivienda, de los servicios sanitarios, educativos… imprescindibles. Determinada esta cesta mínima de bienes y de servicios ha de pasarse a “medir” cuántas personas o familias en una sociedad dada, están por debajo de ese umbral. Como resulta obvio, la medición no es fácil. Por eso casi nunca se ha hace así.
Durante muchos años se ha estimado la cantidad de “pobres” simplemente recurriendo a medidas de dispersión estadística aplicada a la distribución de la renta. Vale decir, se considera que viven en la pobreza todos aquellos que, en un territorio determinado, perciben unos ingresos inferiores, en una cantidad equis, a la renta media. Estos indicadores pueden ser y son adecuados respecto a la buena o mala distribución de la renta o de la riqueza, pero conceptualmente, no miden la pobreza y ello por una razón bien simple: una persona o una familia pueden tener una renta muy inferior a la media y no ser “pobres”. Todo depende de la magnitud de esa renta media. Al fin y al cabo, uno puede ingresar, pongamos, la cuarta parte de lo que ingresan sus vecinos y vivir bien, siempre que sus vecinos sean suficientemente ricos. A sensu contrario, una sociedad de menesterosos no tendría pobres siempre que la distribución de esas ínfimas rentas fuera uniforme.
Dado que, estadísticamente, suele ser más fácil obtener datos de distribución de la renta que calcular la cesta y con ella el umbral de la pobreza y después contrastar rigurosamente ese dato con los ingresos (no siempre monetarios) de las familias, lo que sigue haciéndose para salir en los periódicos es recurrir al viejo sistema, el de la distribución de la renta.
Hay “pobres” y desgraciadamente son muchos, pero no tenemos por qué creernos los datos que sin pedigree conocido se nos suministran tan alegremente. Tampoco tenemos por qué comulgar con la explicación de que el único responsable de la pobreza en África sea “el hombre blanco”.