LA PRIMAVERA LA SANGRE ALTERA

 

La primavera en Madrid, más que una estación del año, es una figura literaria, pues aquí el invierno y el verano son tan prepotentes que achican al tiempo de un suspiro a otoño y  primavera. Ésta última, arrinconada entre las dos estaciones gigantes, suele reducirse a unos tímidos y cortos días, durante los cuales madrileños y visitantes aprovechan para disfrutar la templanza de una agradable temperatura que saben será efímera. Sin embargo, en esos días floreados es cuando, sustituyendo a las prendas de abrigo, aparecen los jóvenes varones ataviados con leves prendas que dejan al descubierto su poderío muscular, tan duramente trabajado en los gimnasios invernales. Ellas, las mozas madrileñas, desprendidas de trencas y de lanas, comienzan a exhibir una leve franja de su piel, la que deja al aire, por el sur, la cortedad de la camiseta y, por el norte, el cinto que sujeta desganado un pantalón, tan levemente que éste amenaza con venirse al suelo. Justo en el centro de esa desnuda piel aparece el heraldo de la primavera, la maravillosa cicatriz, la singular sutura que dejó el cordón de la vida al ser cortado. El redondo y levemente hundido, el dulce, prometedor y comestible ombligo femenino. Esa miniatura del mundo ahuyenta al frío con el escalofrío que produce su sola contemplación.

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