Para Laura Martel
Después de ver durante cinco o diez minutos una película pornográfica (“cine para adultos”, lo llaman ahora), que, por suerte, no estaba doblada al español, he llegado a la misma conclusión que ya escribiera en “Negro sobre negro” Leonardo Sciascia: “lo único que vi fueron cuerpos humanos reducidos a una mera y triste condición mecánica y al punto constaté que lo único pornográfico que hay en una película pornográfica son los espectadores”. En efecto, la ternura del erotismo allí no existe y si lo hay en algún sitio, será en la imaginación de quien contempla la escena, no en los actores que la interpretan.
En 1748, cuando tenía 35 años, Denis Diderot publicó en Holanda (con la intención de que el libro se vendiera en Francia “de tapadillo”) una obra titulada Les bijoux insdiscrets. Según la hija de Diderot, su padre escribió esta obrita libertina para regalarle a su amante, Mme. Puisieux, los dineros que obtuviera con la venta del libro. El autor tenía además otra intención, la de mostrar en “pelota picada” a la nobleza de Versalles: “Aunque mi libro sea una gran bufonada, sorprende que en esta época no se hayan publicado más y mayores cochinadas”. Aquella era la época de Luis XV y de la Pompadour. Esta señora fue quien inspiró todas las “guarradas” contenidas en el relato de Diderot. Éste tuvo, por otro lado, la ocurrencia de nombrar a Francia con el apelativo de El Congo.
Doscientos treinta años después de que Diderot publicara “Las joyas indiscretas”, otro francés, Michel Foucault, sacó a las librerías el primer tomo de su obra magna: “Historia de la sexualidad”. Foucault dijo entonces que su proyecto sólo tenía la intención que trascribir en forma de historia la fábula Les bijoux indiscrets.
Entre sus emblemas, dijo Foucault, la humanidad lleva dentro el sexo que habla. “El sexo sorprendido e interrogado, el sexo locuaz que nos interroga sin tregua. El ser humano siempre dispuesto a inventar todos los anillos mágicos que hacen al sexo indiscreto”. El anillo que en el relato de Diderot confecciona Cucufa para que su buen príncipe, Mangogul, deje de aburrirse. Pero, ¿lo hace sólo para librarle del aburrimiento o hay algo más? Para el príncipe Mangogul hacer hablar a las joyas era un agradable pasatiempo, pero para su pueblo representaba otra cosa: olvidarse de lo perra que es la vida. En cualquier caso, algo mucho mejor que la pornografía, el erotismo, que es la alegría de los cuerpos, es el sexo que habla. En el fondo es el poder de la razón.
Una idea sobre “El sexo que habla”