El 15 de enero de 1797, mister Hetherintong, un hombre de alta alcurnia, salió a las calles de Londres tocado con un extraño sombrero, un tubo alto y lustroso con el que, según el Times del día siguiente, “sólo pretendía causar espanto a los transeúntes”.
La muchedumbre se arremolinó a su alrededor y, de resultas de tal algarabía, un viandante resultó con el brazo roto. Los jueces condenaron al inventor de la chistera a la nada despreciable multa de quinientas libras de la época. Un dineral que hubiera sido una bagatela si el señor Hetherington hubiera patentado su invento, se hubiese hecho de oro, pero, al parecer, aquel extravagante señor carecía de sentido comercial.
Galdós, a quien nunca gustó este sombrero, dijo de la chistera que era “aparato de calefacción o salida de humos de la cabeza. Raro es el hombre que no se cree importante sólo con llevar en la cabeza un cañón de chimenea”, escribió.