Violet Gibson había nacido en Irlanda y pertenecía a una familia aristocrática. La religión católica ocupó, desde la infancia, gran parte de su vida, llevándola hasta la obsesión religiosa. Ya sesentona y convencida de que su destino le ordenaba arreglar el mundo, se dispuso a ello, como suelen hacerlo los fanáticos: eliminando el mal, que para aquella dama estaba encarnado en dos italianos: Pío XI y Benito Mussolini.
La mañana del 7 de abril de 1926, Mussolini, cubierta su resplandeciente calva con un bombín, tocado que tanto le gustó hasta que, más tarde, decidiera vestirse permanentemente de uniforme, había asistido a la inauguración de un congreso internacional de cirugía en el Campidoglio romano. Terminada la ceremonia, el Duce subía, a pleno sol, las escaleras de aquel recinto cuando, de improviso, de entre las matas donde estaba escondida, surgió Miss Gibson con una pistola en la mano y disparó, casi a bocajarro, sobre la gruesa cabeza del líder fascista. Éste, que aquella mañana estuvo protegido por su hada madrina, justo en el momento en el cual la justiciera dama irlandesa apretaba el gatillo, echó hacia atrás la cabeza en uno de aquellos ridículos respingos que lo caracterizaron. Al parecer, lo hizo con intención de saludar a una muchacha que desde una ventana le tiraba una flor, aunque, según otra versión, pretendía saludar, naturalmente, a la romana, a unos estudiantes que entonaban allí cerca y en su honor Giovinezza. Mas, sea como sea, el caso es que el Duce realizó su ridículo movimiento espasmódico y el disparo, que iba dirigido al centro de su testa, apenas le rozó el cartílago de la nariz. Herida que los solícitos cirujanos, reunidos allí cerca, se encargaron de curar.
La dama irlandesa fue tomada presa sobre el terreno, pero Mussolini, un caballero convencido de que “manos blancas no ofenden”, ordenó como único castigo su expulsión de Italia.