El día 21 de diciembre del año 2008 los españoles pudimos oír a través de las ondas hertzianas que el invierno sería en España “seco y templado”. Dos días después y sorteado ya “el gordo” de Navidad (¡quién pudiera predecir ese número!) pude escuchar a un meteorólogo serio decir que “estas previsiones climáticas a medio plazo (meses) se equivocan seis de cada siete veces” (sólo tienen una tasa de acierto del 14,3%. Nadie jugaría así a la ruleta).
“¿Por qué?”, le preguntaron al meteorólogo. Y ésta fue la respuesta: “No existen modelos de predicción fiables con plazos superiores a treinta días”. “Entonces, ¿qué podemos hacer?”, insistió el periodista. “Comprar el calendario zaragozano. Tampoco acierta, pero es más divertido”, dijo.
Las nieves y borrascas que nos han invadido desde entonces han mostrado que, en efecto, las previsiones meteorológicas a medio plazo no aciertan… y si son incapaces de acertar con una antelación de meses, ¿cómo pueden prever el cambio climático a veinte años vista? Pero esta es una pregunta impertinente, por reaccionaria y “políticamente incorrecta”. Además, el Apocalipsis del cambio climático pasa por horas bajas, pues el asustadizo imaginario colectivo lo ha sustituido –ipso facto- por otro más próximo y palpable: la crisis económica. Ésa sí que se ve y se toca. Es, por lo tanto, algo así como un Apocalipsis vecino y cotidiano. Claro que, para compensar ese persistente y tozudo mensaje apocalíptico, siempre se puede acudir a las prédicas del Presidente del Gobierno y oyéndolas nos enteramos de que “la prosperidad está a la vuelta de la esquina”, lo mismo que no se cansaba de repetir en 1929 el Presidente Herbert Hoover, mientras crecían las colas en las ciudades norteamericanas ante los comedores de las organizaciones caritativas.