Es una realidad sangrante que la igualdad de derechos, la no discriminación por razón del sexo que consagra el artículo 14 de nuestra Constitución que tiene su continuación y aval en la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer -aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1979, ratificada por España en 1983– y que continúan y amplían varias Directivas Europeas, por ejemplo, la 2002/73/CE o la 2004/113/CE, no han conseguido que esa igualdad teórica sea una igualdad real, efectiva. Sin embargo, cuando el sistema de evaluación de méritos y capacidades es objetivo (exámenes académicos u oposiciones), con todos los defectos que se le quiera poner a esas pruebas, entonces las mujeres aventajan a los hombres. Parece claro, por lo tanto, que la promoción profesional de las mujeres es más factible cuanto más objetivo sea el sistema de selección y promoción. Quienes defienden –y con cuánta razón- la igualdad entre hombres y mujeres deberían exigir, antes de cualquier otra cosa, precisamente eso: pruebas objetivas para evaluar los méritos y las capacidades.
Con la intención de corregir las desigualdades y discriminaciones contra las mujeres, el Gobierno español presentó en las Cortes y éstas ya ha aprobado en el Congreso de los Diputados (falta el trámite senatorial) una Ley Orgánica para la Igualdad efectiva de hombres y mujeres que tiene por objeto aplicar “el principio de igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres, en particular de la mujer… en cualquiera de los ámbitos de la vida”. Se trata, pues, de una ley ambiciosa. La ley nace de varios impulsos y no es el menor el avalado por ese pensamiento algo ingenuo, y tan latino, según el cual cada problema se soluciona mediante una ley (que se cumpla ésta o no ya es harina de otro costal) .
El legislador ha sido consciente de que el Estado no puede entrar en la alcoba o en salón-comedor donde convive la pareja, obligando a que el varón ponga y quite pañales, recoja y lave la vajilla y la ropa, vaya a la compra o haga las camas, sin provocar verdaderos destrozos jurídicos y personales. Lo que la ley sí hace es, por ejemplo, crear un permiso de paternidad (exclusivo para el padre) al nacimiento de los hijos.
A la ley, como es lógico, se le transparentan sus diversas maternidades y no es de menor importancia la que se puede atribuir al movimiento corporativo de mujeres, ese nuevo feminismo no siempre aceptado por las feministas tradicionales (como la francesa Elisabeth Badinter, que lo rechaza), bautizado a sí mismo como Lobby europeo de mujeres y constituido por un nutrido grupo de mujeres dedicadas profesionalmente a la política. El Lobby es un grupo de presión y, desde luego, la actividad de cualquier grupo de presión nunca tiene por objeto alcanzar la igualdad de oportunidades, sino que, como todo movimiento o actividad corporativa, lo que busca es un trato de favor, un privilegio, y este lobby femenino no es una excepción. Por eso ha dedicado sus mejores esfuerzos a conseguir imponer la paridad en las listas electorales, cosa que apenas afecta a las mujeres, en general, pero que importa, y mucho, a quienes forman o aspiran a formar parte del Lobby.
Entre las diversas ideas que el lobby ha dejado aquí y acullá dentro de esta ley fijaré la atención en dos de ellas: 1) la proscripción del lenguaje sexista y 2) la paridad, que en la ley recibe el casto nombre de “presencia o composición equilibrada” que, en lo que se refiere a las listas electorales, consiste en que “las personas de cada sexo no superen el sesenta por ciento”.Y por si alguien no lo había entendido, el texto redunda: “ni sean menos del cuarenta por ciento”.
En cuanto al primer asunto, la ley cita y proscribe en varias ocasiones el “uso sexista del lenguaje”, por ejemplo, cuando se refiere a los medios de comunicación (artículo 33), pero no explica en qué consiste ese uso sexista del lenguaje, quizá por suponer que la definición es obvia. Pero me temo que no lo es. Sí lo puede ser el hecho de insultar o denigrar a las mujeres o a cualquier otro conjunto de personas (negros, sudacas, moros, etc.) que, en efecto, debe proscribirse, pero si por uso no sexista del lenguaje se entiende que todos, para ser políticamente correctos, habremos de usar, al hablar o al escribir, las consabidas reiteraciones -al estilo de “las vascas y los vascos” del inefable Ibarretxe- pues no. No, por constituir ello un ataque contra el lenguaje, entre otras cosas, porque ataca al principio de economía expresiva, añadiendo palabras al discurso sin aumentar un ápice su contenido. Tengan o no carga ideológica los plurales masculinos –cosa, por otro lado, más que discutible- habrá que resistirse a esta imposición que llega con aires de atropello.
En cuanto al otro asunto, el que de verdad interesa al lobby, el de la paridad dentro de las listas electorales –que aparece, por cierto, en una disposición adicional de la Ley y no en el texto propiamente dicho- conviene poner por delante algunos datos que las forofas del asunto escamotean sistemáticamente . Me refiero a un doble hecho: a) las listas electorales que presentan los partidos a cualesquiera comicios no se nutren de la población en general sino que lo hacen, en un 99%, dentro de un conjunto mucho más restringido: el de los afiliados, y b) el conjunto de afiliados tiene una distribución entre hombres y mujeres muy distinta a la proporción de hombres y mujeres en la población total. De hecho y por lo que se ha llegado a saber (la distribución de los afiliados por sexo, edad, nivel de estudios, profesión, etc. es un secreto que las burocracias de los partidos guardan celosamente, ellos sabrán por qué) el número de hombres afiliados a los partidos triplica y hasta multiplica por cuatro al de mujeres. Por lo tanto, al aplicar la paridad se reduce –a un tercio, incluso a un cuarto- la probabilidad que tienen los varones de entrar en una lista respecto a esa misma probabilidad en las mujeres. Y esto, en toda tierra de garbanzos, recibe el nombre de discriminación.
La discriminación suele traer aparejado un despilfarro de recursos humanos. Imagínense, que se exigiera la paridad a la hora de acceder por oposición a la Judicatura (cuerpo donde hoy entran por méritos y capacidad, es decir, por oposición, cuatro veces más mujeres que hombres). Pues se produciría un despilfarro y con él una menor calidad profesional de jueces y fiscales o de cualesquiera otras profesiones públicas. Pero hay casos en que la discriminación no produce despilfarro. ¿Cuándo? Cuando en el criterio de selección se elimina cualquier principio de mérito y capacidad. Si, como sostienen los burócratas políticos más conspicuos, “en política vale cualquiera para cualquier cargo”, entonces no hay un despilfarro añadido por aplicar la paridad, pues el mayor despilfarro consiste en aplicar el arbitrario principio de la dedocracia. Por eso los burócratas nunca se han opuesto a las pretensiones del lobby femenino. “Total, qué más me da que sean hombres o mujeres –deben de pensar ellos- mientras sea yo quien los y las designe y ellos y ellas cumplan de igual modo con la fidelidad debida a mi persona”.