Debo hacer una confesión pública, pues he incurrido en una maldad harto común: la de alegrarme del mal ajeno. Lo explicaré:
El sábado 9 de junio de 2007 estaba yo –algo tarde y con ganas de cenar- ante el televisor, viendo cómo el Real Madrid naufragaba ante el Real Zaragoza, cuando, a pocos segundos de que se cumpliera el tiempo reglamentario señalado para el juego, el Madrid, agónicamente como suele, consiguió empatar el partido, aunque de poco le iba a servir si el Barcelona seguía, hasta el final de su partido, ganando al Español por dos goles a uno (uno de los del Barça metido con la mano por Messi, que todo hay que decirlo) … y ahí ardió Troya. Cuando ya nadie daba un duro por los madridistas, un hombre -¡qué digo un hombre, un gigante!- llamado Raúl Tamudo le enchufó el gol definitivo a su rival, echando al Barça del baile de un solo y fatal tajo, probablemente terminal… Entonces fue cuando pequé y lo hice –debo admitirlo- morboso y sádico, con premeditación y alevosía.
Sabiendo yo el final, tan frustrante para los culés, recordé que la emisora de televisión encargada de retransmitir el partido desde Barcelona lo reproduce en diferido treinta minutos más tarde… y a ella me enchufé para degustar la bajada a los infiernos de quienes en esos momentos –cuando yo conecté- gritaban aún su exaltación, blandían sus colores y, despreciando al mundo mundial, festejaban por anticipado su imparable victoria.
Minutos después, rayando lo imposible, apareció mi paisano De la Peña y, suave, sabiamente, le puso el balón adelantado a don Raúl Tamudo y éste, sin parar el esférico y con un solo toque de maestro -que olía a un pase natural del mejor de los toreros- dio salida a la bola y la colocó por bajo en el fondo de la puerta… “Gritos de muerte se oyeron”… pero no cerca del Guadalquivir, sino al lado del Mediterráneo y luego se hizo un silencio espeso que allí sigue, como una losa funeral.
Los rostros de quienes ocupaban el palco, siempre expuestos a la mirada escrutadora y cruel de la cámara, pasaron de inmediato a expresar el mayor de los desengaños. Todas aquellas caras reflejaron de pronto la frustración del niño que, cuando ya tiene el caramelo desenvuelto, se ve privado de la golosina. Todos los semblantes cambiaron la expresión, todos menos uno: el del President Montilla (que debe de ser del Betis). Montilla no mostró entonces decepción, de igual manera que antes no había expresado ningún júbilo. José Montilla, una vez más, le hizo la competencia al Marlon Brando de “El rostro impenetrable”, la película que el mismo Brando dirigió.
Los espectadores, cabizbajos, –con la excepción de los pocos periquitos que por allí piaban- fueron saliendo del estadio, lamiéndose entre sí las heridas para, frustrados, dirigirse a sus domicilios e iniciar junto a la familia las jeremiadas que durarán hasta septiembre.
Abandonados los asientos, desnudos ya los graderíos, la cámara hizo un barrido para mostrarnos un letrero escrito en letras enormes sobre el cemento de las gradas, naturalmente en catalán. Unas palabras que, traducidas a la lengua común de los españoles, decían así: MÁS QUE UN CLUB.
“Estas desgracias os ocurren por ser más que un club”, pensé para mí. Y me sentí libre de toda culpa.
El fútbol español se ha convertido en otra metáfora, en el paradigma de la “España Plural” de Rodríguez Zapatero, en una desatada manía identitaria. Aunque –diciéndolo todo- se necesita mucha capacidad de abstracción para entender que Beckham lleva escrito en su cara el centralismo castellano, mientras Samuel Eto’o representa la nueva Cataluña convertida en Nación y, por tanto, aspirante a la independencia soberana.