Me dan miedo los “grandes espejos donde ha de mirarse la juventud”, se llamen Mario Conde o Baltasar Garzón. Les temo, sobre todo, por la prepotencia de que hacen gala, incluso cuando ya han caído en desgracia.
El caso es que a Garzón se le acusa ahora de prevaricación (dictar una disposición injusta a sabiendas de que lo es), amén de algún trapicheo económico con el Banco de Santander de por medio.
La prevaricación que se denuncia se refiere a la apertura de un proceso contra los mandamases franquistas por unos delitos que ya habían sido amnistiados (Ley de 14 de octubre de 1977). Como era de esperar, los jueces que ahora instruyen la causa contra Garzón, al no archivarla, se han convertido ipso facto en “unos fachas” y de nada les ha servido pertenecer a la asociación Justicia Democrática, que se proclama progresista.
entre los defensores del Juez Campeador nadie quiere formular la única pregunta pertinente: ¿Prevaricó o no prevaricó Garzón? Pero antes de contestar conviene saber que quien actúa, representando a cualquier poder del Estado, creyendo que el fin justifica los medios es, simple y llanamente, un prevaricador en potencia… y este juez ha ido muchas veces a la fuente de la Justicia llevando al hombro precisamente ese cántaro según el cual un fin justo se ha de alcanzar a toda costa y poco importa usar cualquier trapacería para conseguirlo.
Entre los disparates predicados a tutta orchesta en defensa de Garzón destaca con luz propia el exhibido por José Saramago: “El destino del Garzón está en manos del pueblo español, no en las de los malos jueces”, eso ha dicho.
Quizá el escritor portugués considere que “buenos jueces” eran aquellos, tan eficientes, de los procesos de Moscú. En cualquier caso, debe quedar claro que “el pueblo español” -así, en crudo y sin mediación alguna- nada tiene que decir a este propósito. Al contrario, sobran las aclamaciones y las exclamaciones. Se trata de ver si la igualdad ante la ley es una realidad o no lo es. Y el resto, como en el Hamlet, debiera ser sólo silencio.