El hijo pródigo

Las gentes de Sherwsbury lo conocían como doctor Robert y allí ejercía la medicina desde muy joven. Todos apreciaban sus paternales cuidados y su acreditada sabiduría. El cariño y la condescendencia de los vecinos para con el médico crecieron cuando, en 1817, su esposa, Susannah Wedgwood, hija del muy apreciado ceramista Josiah, murió dejando a Robert al cuidado de tres hijas, una de ellas, Susannah, muy pequeña, y dos chicos, el menor, Charles, de tan solo ocho años.

En esta mañana invernal de 1831, al recibir en su despacho a su cuñado, que lleva también el nombre de Josiah, al doctor le preocupa precisamente Charles, su hijo descarriado que hace ya meses ha anunciado la intención de embarcarse hacia la Patagonia y la Tierra de Fuego.
-Es una locura, Josiah –le dice Robert a su cuñado-. Una locura más. No hay forma de que este sobrino tuyo siente la cabeza. Primero en Edimburgo, cuando lo mandé allí para que estudiara medicina y donde fue incapaz de encarrilar sus estudios. ¿Sabes lo que me dijo? –Josiah no consideró necesario contestar a una pregunta tan retórica y Robert continuó-: que abandonaba la medicina porque la sangre le daba asco. ¡Figúrate! Ya sabes cómo acabó aquello.
-Sí –se arrancó Josiah- que lo dejó y luego le convenciste -bueno, casi le obligaste- a que se hiciera clérigo. ¿Y sabes lo que pienso? Que aceptó sólo porque le apetecía instalarse en Cambridge.
-Naturalmente –convino Robert- y allí sentó plaza de libertino. Buen comienzo para una carrera eclesiástica. Pero lo más contradictorio de su incomprensible actitud fue la afición y el empeño que tomó por hacerse músico. ¡Músico!… con un oído que le impide entonar la más sencilla de las baladas… y ahora, cuando a trancas y barrancas, ya ha concluido los estudios, se ha hecho amigo de John Henslow, el botánico, y como Charles, eso sí, es un golfo simpático, pues ha convencido a Henslow de que la pasión de su vida es, precisamente, la Botánica. Ha sido Henslow quien le ha propuesto la aventura sudamericana y también lo ha recomendado para embarcarse, pero ya le he dicho a Charles…
-Creo saber lo que le has dicho al chico. Me ha venido a ver  me lo ha contado: “Sólo te apoyaré si alguien con un sentido común bien acreditado avala ese viaje tuyo”. ¿Es eso lo que le dijiste?
-Sí, en efecto, eso le dije –admitió Robert.
-Pues tienes al avalista delante de ti -la sorpresa, el terror o los dos juntos se instalaron en la mirada del médico-. Sí, no te extrañes. Tengo fe en ese muchacho. Es bueno y es inteligente…
-Sí es bueno –interrumpió Robert-, tan bueno tan bueno que no puede ser peor. E inteligente, no lo dudo. Para todo, menos para enderezar su vida.
-Pero, hombre de Dios -contemporizó el tío de Charles-, ten un poco de paciencia y algo más de confianza en él. Nos harías a todos un gran favor, ¿estamos de acuerdo?
-Sabes bien que tu opinión vale para mí más que cualquiera otra y sabes –y también lo sabe él, por eso te ha camelado- que no voy a negarte lo que me pides.
-¿De acuerdo entonces?
-De acuerdo. ¡Ojalá que no tengamos que arrepentirnos más adelante!
-Todo saldrá bien, hombre de poca fe –concluyó Josiah.

El 27 de diciembre de 1831, Charles Darwin, el hijo del doctor Robert, salió de Davenport en el Beagle para comenzar lo que él llamó su “segunda vida”. El periplo de casi cinco años de duración llevó a Darwin a las costas de América del Sur y, de vuelta, a las Galápagos, Tahití, Nueva Zelanda, Australia, las Mauricio y Sudáfrica. El 2 de octubre de 1836 regresó a Inglaterra. Cuando su padre lo abrazó, le dijo: “Tu cráneo ha cambiado de forma… espero que haya sido para bien”.
A sus veintiocho años, Charles comenzó a redactar lo que había de ser su obra capital: ”El origen de las especies por selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida”, aunque lo primero que escribió fue el Diario de su viaje, que publicó en 1839, el mismo año de su matrimonio con su prima Emma Wedgwood. Con ella tuvo Darwin diez hijos, seis varones y cuatro mujeres.
“El origen de las especies… “ apareció en las librerías a finales de noviembre de 1859 al precio de 15 chelines. La primera edición de 1250 ejemplares se vendió completa antes de que terminase el primer día… y durante los ciento cincuenta años siguientes no se ha dejado de editar.

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