La solvencia intelectual que le es exigible a un político no es la del erudito o la del sabelotodo, sino la de la mente capaz de elaborar síntesis. Comprender y expresar los problemas y las propuestas de solución. Una visión de la realidad crítica y radical (en el sentido de ir a la raíz). Lógica en la comprensión y la exposición y, también, saber que detrás de las relaciones sociales hay personas con sus intereses materiales y sus aspiraciones. Ideas, pero no ocurrencias. Promesas, pero no milagros. Críticas, pero no demagogia. Reclamarse de la palabra y no de la imagen ni de los titulares de prensa. En fin, negarse a ser engullido por la trivialidad y el oropel mediáticos. De Gaulle (alto y desgarbado), Churchill (gordo y hasta seboso), Bevan (bajito y desastrado), Roosevelt (paralítico), Mendes France (de aspecto intrascendente)… no podían tener buena imagen, pero sin ellos la democracia en Europa no hubiera sobrevivido. Entre nosotros, Cánovas era bizco, Romanones, cojo; Prieto, fofo y diabético y Azaña verrugoso y feísimo… pero sabían lo que decían y hacían.
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Alcanzada –desde hace ya bastante tiempo- la edad de la razón, ha llegado el momento de hacerse razonable o, como ha escrito un politólogo británico llamado John Gray, “es ya hora de volver al realismo”, un realismo definitivamente alejado de cualquier utopía destructora y de las múltiples políticas idealistas que llenaron el siglo XX –por no ir más lejos- de desastres.
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En la entrada de Madrid, a pocos metros de donde, en noviembre de 1936, los soldados republicanos y las Brigadas Internacionales les pararon los pies a las tropas franquistas impidiendo que entraran en la ciudad, precisamente allí, levantó Franco su arco del triunfo, que sigue conmemorando el éxito militar del totalitarismo sobre la democracia. Un recuerdo insultante.
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Un buen día del año 2006, y siendo yo diputado por Madrid se me acercó en la Carrera de San Jerónimo un […]
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Pueden ser y son obras maestras, aunque la verdad que encierran reside exclusivamente en su belleza artística, pero no en su verdad histórica. Una verdad social, cultural tan lejana no se deja atrapar en una novela actual, por excelente que ésta sea. Pero las malas novelas históricas (y lo son la mayoría), al carecer de valor artístico, constituyen, simple y llanamente, una sarta de mentiras. En otras palabras y parafraseando a Vargas Llosa, son la mentira de las mentiras.