El nuevo Estatuto de Cataluña, apoyado con entusiasmo por la mayor parte de los políticos catalanes y que tuvo una participación apabullante (por lo baja) en el referéndum en el que se aprobó, no encuentra hoy –a juzgar por las declaraciones hechas fuera de ese tiesto estatutario- ningún apoyo entre estos endogámicos actores que con tanta urgencia lo promovieron. El jurista López Burniol nos acaba de recordar la causa: “En un nacionalista como Dios manda, cualquier sucedáneo de un Estado propio genera un incontenible sentimiento de frustración”. Será por eso, pues de otra manera no hay quien entienda tanto disparate.
Así, el señor Artur Mas –la llave que en manos de Rodríguez Zapatero desatascó por dos veces el texto legal que estaba bloqueado (primero en el Parlamento de Cataluña y más tarde en las Cortes Españolas)- nos sale ahora con un discurso separador y separatista (él lo llama soberanista), mientras que Pascual Maragall –auténtico factótum del mentado Estatuto- dolido él, nos anuncia para los próximos lustros un Estado Catalán independiente. En fin, un baile en el que cada uno de los políticos catalanes -mientras ven crecer el desistimiento ciudadano hacia sus discursos ombliguistas y hacia sus personas- se dedican a medir la longitud de sus mutuas micciones.
¿Para qué ha servido la movida del Estatuto? La respuesta es bastante clara: quien haya creído o crea que dándoles más lonchas del salchichón competencial iba a saciar la glotonería de los nacionalistas o es un aventurero, un ingenuo o las dos cosas juntas. Sólo poniendo pie en pared y aplicando la Constitución y las leyes entraremos todos en razón… y entrar en razón consiste en llevar a los nacionalistas a la convicción de que la independencia es un imposible jurídico-político. Una aspiración irrealizable en la España democrática de hoy y de mañana. Lo demás son juegos peligrosos.
Aunque, a lo mejor, todo se arregla destinando algunos euros más a Cataluña en los próximos presupuestos del Estado. En este último caso, también estaríamos ante un juego, pero un juego de manos, es decir, un juego de villanos.