En la Piazza del Campo de Siena destaca el Palazzo Pubblico, un magnífico edificio civil de piedra y ladrillo levantado entre 1297 y 1342. Allí, en la Sala de la Pace, donde se reunía el Consejo de los Nueve, que gobernaba la ciudad, el pintor Ambrosio Lorenzzetti realizó unos hermosos frescos alegóricos que cubren las paredes. En uno de ellos se representan los efectos del “buen gobierno” y en la pared de enfrente los del “mal gobierno”. Dentro de este último está pintado el demonio, rodeado de la Avaricia, la Soberbia, la Vanagloria, etc. El Diablo, vestido de negro, se cubre con una capa roja, color que el tiempo ha desvaído, y tiene a sus pies un macho cabrío en extraña postura. Metido a fondo en el tópico, Lorenzetti adorna la cabeza del Maligno con un par de cuernos cortos y afilados y en su boca semi-abierta asoman dos colmillos draculinos. Los ojillos estrábicos de Pedro Botero miran hacia arriba, como quien espera ver aparecer por las alturas a su eterno enemigo.
El personaje, en lugar de pavor o rechazo, lo que produce es risa. El cachondeo que emana de lo ridículo. Quizá el pintor no quiso expresar otra cosa sino que el mal carece de profundidad y sólo puede contemplarse como lo que es: superficialidad. No es diferente, por ejemplo, a la sensación que nos produce hoy otro malvado. En efecto, los gestos y los gritos de Hitler antes sus parciales reunidos en Nuremberg sólo inducen a la risa.