Se le atribuye a Napoleón una definición, más bien una ocurrencia, según la cual la música es el más agradable de los ruidos. Beethoven, que tanto había esperado de aquel general revolucionario, ya le había tomado ojeriza cuando el Corso, en un ataque de egolatría, se había hecho coronar emperador. El desprecio del genio subió de tono al enterarse de la degradante definición que se acaba de citar.
Pero ni Napoleón, que sí vivió en Chamartín, ni Beethoven llegaron a escuchar los atronadores sones, dudosamente musicales, que acompañan a buena parte de la juventud española los fines de semana por bares de copas y tabernas, por boites y discotecas, por pubs y cafés.
Me dicen que esos desmadrados decibelios empujan a la ingesta etílica y es esa la razón por la cual los dueños del negocio y sus sicarios ponen los altavoces a temblar y a tope. Una contaminación acústica que amenaza con crear una generación de sordos, pero no de la estirpe del gran Ludwig.
Optimista, le brindo a quien tenga dinero para ello un proyecto comercial. Montar una cadena de bares que lleven el subtítulo sin ruido. Tendrá éxito, porque los amantes de la conversación y de la música no escasean. Eso sí, estamos maltratados, reprimidos, bajo la nueva dictadura del estruendo.